jueves, 21 de junio de 2012

Bosque Mitago (Robert Holdstock)

Existe sin duda una categoría de historias más grandes que la vida, que permanecen fielmente ancladas en el recuerdo del lector pese al tiempo transcurrido desde la primera vez que incursionó en sus territorios. Son por lo general historias de aventuras, de viajes que devienen odiseas, de duros aprendizajes a base de sangre y lágrimas, de amores que sobreviven incluso a la muerte. Elementos universales, dotados de la fuerza del mito, que nos rescatan de la mediocridad del día a día para enlazarnos por unas felices horas con la capacidad connatural a la especie para alumbrar leyendas. Y, vaya, acabo de definir este Bosque Mitago, en cuyas verdes frondosidades ya me extravié hace más de veinte años, para volver a recorrerlas gozosamente ahora.

Bosque Mitago es la primera parte de una serie de novelas, escritas por el autor inglés Robert Holdstock, en las que los elementos del folklore británico toman vida insospechada en las profundidades de los bosques primigenios, apenas hollados por el ser humano. La idea subyacente a toda la saga es que existen lugares en los que la naturaleza, en contacto con la memoria ancestral hereditaria, puede dar nueva vida a personajes que la historia o la leyenda han tildado de héroes, y recrear espacios que han pasado a los cantares de gesta como mágicos o míticos. Esto da acceso, evidentemente, a un caudal de historias y personajes extensísimo, que Holdstock desgrana lentamente a lo largo de sus libros, centrándose en esta primera entrega en los mitos celtas de la antigua Bretaña, y mencionando apenas de pasada otras posibilidades como la figura siempre enigmática de Robin Hood, el rey Arturo o incluso el soldado desconocido que, en la Primera Guerra Mundial, guiaba a los soldados extraviados a la relativa seguridad de la trinchera. ¿Y cómo contar todo esto? En un acercamiento inteligente, casi inevitable, entrelazando tan rico contenido mítico a la simple historia de un hombre. O de dos, o de tres. Y, por supuesto, a la de una mujer.

Steven Huxley es un ex-combatiente de la Segunda Guerra Mundial que vuelve, tras el fin de la guerra y un periodo de convalecencia en Francia, a su lugar de nacimiento, Refugio del Roble, una casa en el lindero de un bosque donde no recuerda precisamente haber sido feliz. La razón es el temprano y progresivo distanciamiento de su padre, a medida que éste avanzaba en oscuras investigaciones que lo mantenían durante épocas cada vez más largas fuera de casa, perdido en el bosque. El tercer vértice de este triángulo desdichado es Christian, el hermano mayor, que, tras la muerte del padre, ha continuado tales investigaciones, encontrándolo Steven en un estado casi idéntico de obsesión enajenada.

Christian parte hacia el bosque, tras una breve reconciliación, y Steven, en sus días solitarios en Refugio del Roble, no tarda en notar extraños síntomas de actividad sobrenatural... A medida que el Bosque Ryhope empieza a interactuar con su memoria inconsciente, que conserva, por su mera procedencia británica -y ésta es la hipótesis discutible, casi racista, en la que se basa todo el entramado fantástico del libro- todos los elementos míticos del folklore británico: sedimento tras sedimento de personajes y leyendas, algunas incluso previas a la escritura, que han sobrevivido a la desaparición de los pueblos que las acuñaron convertidas en memoria racial.


En un nuevo giro inteligente, el autor centra todo en la aparición de una figura femenina, la princesa celta Guiwenneth del Bosque Verde (¿Guinevere... Ginebra?), mitago (mito-imago) ya originado previamente por las memorias de George y Christian Huxley, y que ahora Steven, hijo del primero y hermano del segundo, ve aparecer en el bosque, primero como una presencia furtiva, pronto familiar... para caer, como ya hicieron sus parientes, rendidamente enamorado de ella. Y, por supuesto, para perderla poco después, secuestrada por su hermano y llevada a las profundidades del bosque, que, en la segunda mitad de la novela, se revela como un reino inmenso, casi infinito, no sometido a las leyes del tiempo y el espacio (y, en ese sentido, mucho más grande por dentro que visto desde fuera), que Steven tendrá que recorrer en pos de su amada.

Como se puede ver, sobre el exuberante fondo fantástico, la novela plantea una historia elemental, un drama clásico de relaciones familiares problemáticas, agravadas por la presencia de un amor en disputa. Un drama shakesperiano, casi, que dota de carne y sangre a una historia que salva así el riesgo de caer en la mera exposición erudita de historias y leyendas, y que se revela como el elemento esencial, en el fondo, de la tremenda capacidad de enganche emocional de esta historia que, adelanto, no se puede concluir sin la vista emborronada por las lágrimas.

Entre los peros, un estilo descuidado, poco o nada literario, casi negligente, que recrea de manera a veces enojosa la oralidad -¡¡esos signos de admiración, por Dios!!... También, la parte en que Steven explora el reino es más tediosa de lo que cabría esperar, con una descripción a menudo meticulosa de cada mínimo cambio en el paisaje que acaba agotando la paciencia; un elemento común, en todo caso, a tantas grandes historias sobre viajes, que para ser realmente eficaces deben conseguir que el lector, en cierto modo, comparta el cansancio y el polvo del camino.

Por lo demás, Bosque Mitago es una lectura irresistible, originalísima, una respuesta audaz al agotamiento de tantos y tan manidos universos fantásticos de manual que acude, en cambio, a las fuentes más clásicas y tradicionales para crear un nuevo y personalísimo mundo. Como se suele decir (y como seguramente pensaron muchos escritores tras su publicación, en 1984), teníamos la respuesta delante de nuestras narices, y no supimos verla. Un World Fantasy Award premió en 1982 al relato a partir del cual Holdstock desarrolló la novela (que sin embargo, incomprensiblemente, quedó sin su propio premio). Posteriormente Holdstock amplió su universo en las novelas y colecciones de relatos Lavondyss, The Bone forest, The Hollowing, Merlin's Wood y Gate of Ivory, Gate of Horn. En 2009 publicó Avilion, primera secuela "real" de Bosque Mitago: una especie de reinicio de la saga... que quedó truncada con su muerte, pocos meses después.

Puede que las últimas páginas del libro se lean con dificultad, el lector anticipando la despedida y la pérdida de tan mágico mundo que ha habitado con placer y dolor, las últimas palabras borrosas por las lágrimas... Pero nos queda el consuelo de saber que, tras el muro de fuego levantado por aquellos que hablan con las llamas -y que un día, dice la leyenda, una muchacha atravesará para volver junto a su amado- espera el reino de Lavondyss, lleno de maravillas desconocidas, donde los hombres escapan a la dictadura del tiempo...

Búsquenme allí.



domingo, 17 de junio de 2012

Whisky & Nueva York (Julia Wertz)



Resulta curioso pensar (ah, no, que eso es en la otra ventanilla) que generaciones posteriores a la nuestra, que hasta hace poco sólo podíamos imaginar pimplando y moceándose -vaya dos palabros anticuados- en los parques, vayan encontrando su voz en los medios de comunicación (resulta curioso pensarlo cuando uno, ay, todavía se cree un jovenzuelo, aunque ya peine numerosas canas). Precisamente un medio óptimo para ese precoz acceso al discurso público es el cómic, cuya inmediatez y esencia pop (por mucho que hoy día haya suficientes obras maestras del género como para ser tomado en serio por los más sesudos críticos) lo convierten en el perfecto vehículo de expresión de esas voces que aún se están modulando, y que frecuentemente, en su ingenuidad o su pasión o su rabia, nos recuerdan tanto todo aquello que el tiempo nos ha arrebatado.

"Drinking at the movies" (título original de este libro) es una obra, perdonen por el tópico, absolutamente refrescante. Ése es su valor absoluto, uno nada desdeñable, aunque la autora apenas cuente veintitantos años y nos saque por tanto décadas (sigh) de ventaja en el empeño de mantenernos vivos. Es, también, una obra ganadora de un premio Eisner, por tanto de un cierto empaque. Pero es, sobre todo, una lectura divertidísima, carcajeante y vitalista, pese a su -ocasional- fondo amargo y el tono de autoconmiseración que Julia Wertz usa para narrarnos la vida de... sí, de Julia Wertz.

Julia & Julia
Y es que este libro, sucesión de historias breves -apenas una tosca evolución del clásico formato de la tira cómica- es algo así como el diario personal que Julia Wertz escribió en el periodo de un año y pico (entre principios de 2007 y finales de 2008) con motivo de su traslado desde su San Francisco natal a la Babilonia por excelencia: Nueva York. Todo un rito de madurez para todo joven norteamericano que quiera hacer algo con su vida, que, en manos de la señorita Wertz (no puedo evitar la tentación, tras compartir sus desventuras, de llamarla simplemente Julia) se aleja todo lo posible de los tópicos sobre el sueño americano para narrarnos una deliciosa, casi irresistible comedia de desastres cotidianos.

Cuántos no nos sentiremos identificados con esta secuencia...

Julia es torpe. Es despistada hasta el punto de dejarse olvidadas las llaves dentro de casa tres días de la misma semana. Es desaliñada, absolutamente refractaria a cualquier dictado de la moda, con una actitud grunge más propia de, ejem, generaciones anteriores. Es malhablada, perezosa, incordiante, con dos pies izquierdos y una proverbial tendencia a que la tostada se le caiga, siempre, por el lado de la mermelada. Cambia de trabajo y de apartamento con más facilidad que, ejem, de ropa interior. Y es, además... alcohólica (si bien hay que dejarlo muy claro: ÉSTE NO ES UN CÓMIC-PROGRE-TESTIMONIO SOBRE EL ALCOHOLISMO -menuda pereza sólo de pensarlo- sino un cómic de humor en el que su protagonista bebe "un poco más de lo conveniente", lo que le origina una serie de problemas que caen también bajo el tono general de comedia ligera que recubre gozosamente toda la obra).

Julia y sus trabajos. Y yo me quejo...
Y Julia, también, es encantadora. Supongo que es fácil crear un personaje tan humano cuando su creadora, en cierto modo, sólo tiene que mirarse al espejo (buscándose siempre, inefablemente, el perfil malo). Pero aún así es reseñable lo viva que está su pequeña copia, la vida que de hecho insufla ese feo monigote a estas páginas afortunadas. Uno acaba un poco enamorado de un personaje así, una mujer-desastre, tan poco icónica (o tan icónica, en cambio, de ciertos valores intemporales de cierta juventud en los que aún -¡aún!- resulta fácil reconocerse), frágil e irrompible a un tiempo, tendente a la autocompasión pero inasequible al desaliento, independiente y amiga-de-sus-amigos... pero, sobre todo, una mujer que sabe reírse (a veces implacable, casi cruelmente) de sí misma.

Y que nos invita a reirnos con ella a base de desvergüenza, desprejuicio y tantas cosas que empiezan por -des... Invitación que he aceptado gustosamente en esta primera obra "seria" de Julia Wertz que, espero, no tarde en tener continuidad con las andanzas de una Julia ya convertida en neoyorquina de pleno derecho, dibujante de cómics de éxito, abstemia a la fuerza y sobre todo, siempre, gozoso desastre con patas.

http://www.juliawertz.com/

jueves, 14 de junio de 2012

Con V de Vradbury


Llevo unos días postergando la obligación de escribir unas líneas al hilo de la muerte de Ray Bradbury, como han hecho ya mis más cercanos amigos y compañeros de generación literaria (signifique ello lo que signifique, y precisamente, si hay algo que nos une aun a estas alturas de nuestra particular diáspora como creadores, es acogernos bajo el paraguas tornasolado del gran poeta marciano). Bradbury significó muchísimo, todo, para nosotros. Me arrogaré el mérito de su descubrimiento (siempre hablando de nuestro pequeño, casi triste grupo de postulantes a escritores en aquellos ya remotos mediados de los 90), con la compra de un ejemplar de "Crónicas marcianas" en una de aquellas librerías especializadas en nuestros géneros (los géneros, cómo no, de la imaginación) que comenzábamos a frecuentar en aquellos, también, primeros periplos madrileños (en aquella época irrepetible en que de hecho, para nosotros, todo eran comienzos). Fue una compra impulsiva y desinformada, guiada no por un conocimiento del autor que en aquel entonces no ostentaba, sino en el aire misterioso y un tanto atemorizador de la excelente portada de la edición de Minotauro (ese paisaje familiar y extraño a un tiempo, una casa del medio oeste americano teñida de rojo marciano y atisbada desde el ojo de buey de un cohete), unida al vago recuerdo de algunas escenas de la versión televisiva que la BBC dedicó a este libro, una de las obras cumbre de la literatura del siglo XX. Esas escenas mal evocadas me comunicaban la misma sensación, de extrañamiento y temor contenido, que la portada antedicha y el primer vistazo apresurado a una prosa que pronto se me haría consustancial, epidérmica, vistiendo en adelante mis más tempranos intentos de esbozar algo digno sobre el papel en blanco.

El resto, como se suele decir, es historia. Bradbury supuso una explosión, quizá no la primera (años antes había sufrido enamoramientos similares con autores como Lovecraft o Machen), pero sí la que inauguró aquella época en la que al afán de emulación -de pertenecer a la rara y orgullosa casta de los escritores- se unía una naciente conciencia literaria, el precoz descubrimiento de unas armas de escritor que comenzaban a dar la talla para expresar, siquiera toscamente, el contenido de nuestras visiones. En otras palabras, Bradbury no fue el primer escritor al que quisimos imitar: fue el primer escritor que quisimos ser.

Bradbury, como he dicho, lo era todo. Sus ficciones poéticas, maravillosamente escritas, suponían una reivindicación apasionada, no contaminada por ningún ceño adulto, de tantas cosas que en aquel entonces nos ardían dentro: nuestro gusto marginal -y por tanto llevado a gala, con orgullo- por el tan maltratado género fantástico (que, con el descubrimiento de Bradbury, quedaba automáticamente dignificado, validado incluso desde el más exigente criterio literario), nuestra resistencia pertinaz a crecer, nuestra temprana sensación de pérdida, nuestras comunes infancias de niños solitarios acostumbrados a mirar cabizbajos al suelo o esperanzados a las estrellas, pero nunca, nunca, a la realidad de frente...
Ilustración para "Vendrán lluvias suaves", mi relato favorito de Brabdury
En Bradbury encontramos toda la maravilla y todo el espanto, todo el horror y toda la esperanza, toda la melancolía y la nostalgia y la pérdida que éramos capaces de albergar en nuestras existencias aún jóvenes, neófitas en las artes de la tristeza. Junto a Bradbury militamos en el rechazo vehemente a la vulgaridad y la falta de imaginación, la severidad estéril y la conducta funcionarial que tantas veces caracterizan la edad adulta, pero que el propio Bradbury nos enseñó, con su perenne ejemplo, no es en absoluto condición necesaria para aquellos que cumplen (cumplimos) ya demasiados años. Nunca antes habíamos sentido tal identificación con un autor, y así, Bradbury se convirtió en nuestro santo y seña, hasta el punto de nombrar con su nombre (modificando la primera letra según la inicial del café de barrio en el que nos reuníamos) imaginarios clubes de escritores a los que entonces nos enorgullecíamos de pertenecer.

Bradbury nos concedió, también, nuestro primer aura de respetabilidad extramuros, permitiéndonos la entrada a las tertulias literarias de mayores, donde lo esgrimíamos a modo de autor-tótem frente a los Grandes-y-Recurrentes-Nombres-Escritos-con-Letras-de-Oro-en-la-Historia-de-la Literatura (esto debe de tener alguna sigla) con los que, desde sus -imaginarios- atrios, nos bombardeaban nuestros serios y barbados interlocutores (si bien siempre hubo quien miraba con condescendencia nuestros gustos, considerándolos, como mucho, pecadillos de juventud). Y es cierto, en ese sentido, que, como sucedió con Julio Cortázar (otro autor muy distinto pero a cuyo entusiasmo vital y sentido de la maravilla es fácil asimilarlo) Bradbury cayó rápidamente, aun por nuestra parte, bajo la sospecha de lo facilón, de ser apenas una primera etapa en nuestro descubrimiento de Lo Literario, a medida que nuestras afinidades lectoras se iban haciendo más sofisticadas y, casi siempre, decadentes (a medida que nos crecían las barbas, igualmente imaginarias, que nos fueron convirtiendo en lectores solemnes y pretenciosos, adultos).

Así, yo, por ejemplo, no tardé en abandonar los escenarios de Bradbury, llenos de maravilla y encanto elemental, por los apocalípticos paisajes mentales de un mucho más oscuro -y sofisticado- Ballard... Y algo similar les sucedió a los demás, supongo (si bien hoy día algunos recuperamos con desvergüenza y orgullo friki -tras dejar atrás tantas inseguridades de nuestra adolescencia literaria- algunos de nuestros más queridos iconos de juventud, ya sean las batallitas espaciales con profusión de láseres o los superhéroes pijameros en su vertiente sombría). Pese a ello (o quizá por ello) Bradbury pervive en nosotros como un mito común, un recuerdo con aires de infancia, un primer amor afortunado-y-perdido que nunca se olvidará. Vayan estas modestas líneas como un tributo personal a quien significó tanto para nosotros. Ese autor extraordinario, esa persona extraordinaria que nos hizo (querer) ser un poquito mejores.