miércoles, 5 de septiembre de 2012

Calle de las tiendas oscuras (Patrick Modiano)

Incursiono en territorio Modiano por tercera vez (tras En el café de la juventud perdida y El horizonte) en apenas año y medio; algo, lo puedo asegurar, totalmente inusual en mí (para quien lee 25 libros escasos al año es un lujo repetir autor con tanta frecuencia), y que da prueba de la capacidad adictiva del escritor francés. Modiano es uno de esos pocos autores que tienen un estilo perfectamente reconocible (hasta el punto de haber generado un adjetivo propio, modianesco): en su caso es un estilo invisible, despojado, aparentemente sólo funcional, pero que se revela el vehículo perfecto para unas historias hechas de jirones de bruma y habitadas por seres fantasmales que apenas existen, que se desmigajan en un puñado de recuerdos imprecisos que apenas llegan a generar una ilusión de identidad.

La identidad es el gran tema de Modiano, sobre todo la identidad a través del tiempo; lo que queda de quien fuimos, plasmado en sombras que nos asaltan a la vuelta de cualquier esquina, impresiones que se nos imponen de súbito con la certeza incontestable de "haber estado allí"... Para ello, como herramienta fundamental, Modiano utiliza la ciudad de París, auténtico personaje de todas sus novelas: una ciudad-mundo, en cuyos innumerables barrios y distritos perderse y reencontrarse interminablemente, o desaparecerse de uno mismo y su pasado por el mero hecho de cambiar de domicilio, de mudar de un café abierto en la noche a otro... La plasticidad de las identidades resultantes habla de lo efímero de nuestros vínculos con lo real, con los otros y aun con nosotros mismos; y sin embargo algo permanece, un algo esencial que se revela inasible, tan poco fiable como la memoria, y que los personajes de Modiano persiguen incansablemente y a la vez con una suerte de indolencia, mirándolo apenas de reojo, como si declarar abiertamente su búsqueda pudiera ahuyentar a tan esquiva pieza...

Un París de cafés donde invocar la juventud perdida...

El caso de Calle de las tiendas oscuras es paradigmático y a la vez extremo, dado que la identidad que el protagonista persigue  (al contrario que en las otras dos novelas mencionadas, donde se evoca a una mujer que se amó y perdió sin llegar nunca a despojarla de su misterio) es la del propio protagonista, amnésico tras un accidente que lo dejó sin recuerdos y con un pasado sumido en sombras... Para ello, muy adecuadamente, el personaje trabaja en una agencia de detectives, sin que se explique cómo ha llegado a esa situación ni se haga mención alguna a los largos años posteriores al accidente, un periodo igualmente en penumbra que el autor parece considerar irrelevante. Los personajes de Modiano, aquejados de amnesia o no, tienen una existencia más bien etérea, una resistencia pertinaz a entablar vínculos sólidos que los aten a tierra, que los doten de un pasado sobre el que sostenerse. Quizá sea eso lo que los hace tan atractivos, aquello con lo que el lector -este lector, al menos-, se identifica o querría identificarse. Porque no tener pasado es una de las formas de la libertad, parecen susurrar en sordina -con la voz del autor- este coro de exiliados de sí mismos, que no obstante no dudan en moverse hacia la luz difusa de cualquier recuerdo repentino como polillas deseosas de inmolarse...

Pero es una luz que no llega nunca a quemar; apenas, si acaso, a arrojar breves charcos sobre la oscuridad reinante -la oscuridad en la que transcurren nuestras vidas- para alumbrar fragmentos de identidades que quizá, un día ya lejano, fueran nuestras. La imprecisión de la memoria, la imposibilidad de recuperar el pasado, el vasto y creciente territorio de lo perdido, son temas capitales en la obra de Modiano, los ambiguos monstruos a los que se enfrentan sus protagonistas, nunca del todo seguros de querer abrir esa caja de Pandora que guarda el recuerdo de quiénes fuimos. Agradezco a su imprudencia, a veces temeraria, este puñado de novelas en las que llevo habitando, feliz y ligero de equipaje, desde hace un año y pico. Aunque la fórmula de lo modianesco, tras tres (tristes) libros, se me haga ya un poco demasiado transparente.


La calle de las tiendas oscuras -no visitada en todo el libro- a la que alude el título

 

jueves, 9 de agosto de 2012

Elsewhere (William Peter Blatty)

¿Hay algún subgénero dentro de la literatura de terror más gozoso, más lúdico y desprejuiciado, más inmediatamente disfrutable que la novela de casas encantadas? Seguramente no... Y es que, desde los ya lejanos tiempos de la ghost story victoriana y eduardiana -esa época en la que, según Rafael Llopis, el lector ya no cree en la existencia de los fantasmas, pero los fantasmas, por escrito, siguen dando miedo- las ficciones "del otro lado" han mostrado una marcada tendencia a la ligereza, al mero jugueteo intelectual, divertimento de diletantes contando historias en torno a la chimenea en una noche de tormenta... Y así es este Elsewhere, novela reciente del autor de la famosísima El exorcista, que se presenta como una lectura breve, sin pretensiones y ciertamente mucho menos tremebunda que la tan conocida historia del padre Karras y la rebelde niña Regan. Y, desde luego, mucho más simpática.

Después de mi anterior incursión en el género, Crude sunlight, una historia mortalmente seria en tonos lúgubres que también versa en torno a las presencias -o ausencias- nunca del todo en uno u otro lado, este Elsewhere me ha permitido desengrasar y echar unas cuantas risas con su disparatado elenco protagonista, un cuarteto de personalidades de muy variado pelaje que confluyen en la mansión encantada que da título a la novela con la no tan sana intención de desencantarla, para poder venderla por una elevada suma una vez quede probado que ninguna entidad indeseada molestará a los futuros propietarios obligándolos a compartir piso. Hay aquí de todo: el típico profesor universitario experto en fenómenos poltergeist, la vidente frágil y quebradiza de inequívoca procedencia británica, la agente inmobiliaria sin escrúpulos que obtiene un placer casi sexual con sus pelotazos urbanísticos, y el escritor escéptico y amanerado contratado para certificar con su pluma -perdonen el juego de palabras- que la casa está totalmente libre de ectoplasmas coñazo. El juego de caracteres entre estos personajes es, probablemente, lo mejor del libro, con diálogos a menudo desternillantes que, en la mejor tradición del género, sirven de contrapunto a la introducción paulatina de un mal que se va colando insidioso entre tanta algarabía...

Y es que, por mucha ligereza que destile la narración, hay que dejar claro que no está exenta de una modesta pero convicente ración de escalofríos, también, todo hay que decirlo, siguiendo paso por paso las convenciones del género... Y, enseguida, los atisbos de algo más que parece ocultarse en la casa, los ruidos y crujidos con los que ésta parece reconfigurarse a sí misma, los extraños olvidos que cada vez se ceban más en los personajes, y, sobre todo, esa molesta sensación de déjà vu que los va venciendo con el paso de las jornadas... Todo ello va creando una creciente atmósfera de amenaza que, en ocasiones -sólo en ocasiones- consigue helar la sonrisa en el rostro del lector.

Detalle de la fachada de Elsewhere. Mieeeedoooo....

Y ahora, quienes no gusten de los spoilers (o quienes, simplemente, pretendan leer este libro), quedan amablemente advertidos de deponer la lectura en este punto. No voy a contar el final de la novela, ni mucho menos, pero cualquier lector atento y maleado por tantas ficciones como yo, lo adivinará grosso modo sin mayor problema en las siguientes líneas. Y es que yo mismo adiviné la sorpresa final, la vuelta de tuerca jamesiana, mucho antes de lo que, me temo, el autor habría deseado. A ello contribuye el visionado previo de dos cintas de terror ya clásicas, El sexto sentido (1999) y Los otros (2001), prácticamente contemporáneas de la escritura de este libro, y que redefinieron, más que el género de terror, la actitud del lector-espectador ante él, disponiéndolo a entablar un juego de ingenio con el autor en el que, pronto, éste llevaría todas las de perder. Y es que es muy difícil repetir por tercera vez el impacto del mismo truco de prestidigitador que nos dejó totalmente embobados la primera vez, moderadamente engañados la segunda... Y que ahora, ya unos añitos después, resabiados como estamos, apenas consigue pintarnos una sonrisa de listillos mientras pensamos "¡¡lo sabía!!". Y no diré más...

"Me he quedado contigo, lector". "Sí, William, sí..."

En resumen, una lectura menor pero francamente simpática, que vale por todas las sonrisas -y el puñado de escalofríos- que provoca. Lo cual, para un lector fundamentalmente hedónico como yo, es más que suficiente. Por cierto, no se pierdan el final-final (más allá de los fuegos de artificio cuando se revela el misterio de la historia), en el que el autor, tras despedirse de sus personajes con un cariño que el lector inefablemente comparte, pinta una última escena teñida de una leve, encantadora tristeza, que lo muestra capaz de más altas metas literarias. Quizá haya que leer, aun tan tardíamente, El exorcista.

domingo, 29 de julio de 2012

Crude sunlight (Phil Tucker)

El auge del e-book ha traido consigo -junto con todo tipo de predicciones agoreras por parte de los dinosaurios editoriales- la aparición de nuevos modelos de publicación más flexibles (un entusiasta de la sociedad digital, no es mi caso, diría "democráticos"). En la práctica, me refiero a la posibilidad por parte de los autores de publicar sus obras en formato digital, prescindiendo de los habituales y engorrosos filtros -para empezar, aunque no siempre, el filtro de la calidad- en las webs de mayoristas de la publicación como Amazon. Así descubrí yo esta novela, buscando en Amazon.es por la etiqueta "Silent Hill", con la esperanza de encontrar alguna obra -siquiera perteneciente a la controvertida etiqueta de la fanfiction- que trasladara a la tinta electrónica de mi Kindle las deleitables pesadillas tantas veces sufridas al mando de la videoconsola. Antes de seguir, aclarar que este libro no tiene nada que ver con tan ilustre (si bien en los últimos años venida a menos) saga de videojuegos, pero, gracias al sistema de afinidad del buscador de Amazon, que arroja resultados, digamos, "colaterales", es posible descubrir de vez en cuando alguna joya inesperada. Como este Phil Tucker, autor amateur que no tiene nada que envidiar a algunos de los consagrados que venden espantillones de ejemplares de cualquier cosa que lleve su nombre, frecuentemente en letras doradas, en la portada (sí, lo han adivinado, me estoy refiriendo a Stephen King).

Crude sunlight es una novela de terror más o menos convencional en su planteamiento (no en vano el terror es uno de los géneros más conservadores y reacios a cambios y revoluciones, tan atávico como corresponde a los materiales que lo inspiran), pero que ejecuta los viejos trucos de siempre con notable temple y habilidad, despertando un buen puñado de escalofríos a lo largo de sus nada infladas páginas (es un decir, cuando se está leyendo en una pantalla). La trama se centra en un exitoso workaholic radicado en New York que debe pasar unos días en Buffalo para recoger las pertenencias de su hermano menor, desaparecido unas semanas antes, y dado ya por perdido. Inspeccionando su apartamento de universitario descubre unas cintas de vídeo que reportan nocturnas incursiones del joven, junto con dos o tres amigos, en edificios abandonados (esa modalidad de exploración urbana tan de moda entre jovenzuelos aburridos ávidos de emociones fuertes). En estas cintas, Thomas (el yuppie en cuestión) atisba cosas que no deberían estar ahí... E, intrigado (y dominado por un creciente sentimiento de culpa por haber abandonado a su hermano), inicia una investigación; de la que el primer paso obvio será contactar al resto de personas que aparecen en esos vídeos (un antiguo amigo, una medio-novia de dudosa fidelidad), a quienes encuentra en diversos estados de estupor, cada uno lidiando a su manera con las secuelas de lo-que-fuera-que-sucedió-ahí-abajo... Y, junto a ellos, volver al lugar de los hechos, los inmensos subterráneos (todo un reino espeluznante de sombras y tinieblas) del abandonado hospital psiquiátrico tan imprecisamente retratado en las cintas...

Como pueden ver, los elementos del terror se alinean de manera gozosamente previsible, preparando el ánimo del lector curtido para la ración de escalofríos que se le viene encima... Que es lo que, inexorablemente, sucede. A la hora de valorar un género tan sometido a fórmulas como éste, lo importante no es tanto el qué, sino el cómo... Y, en ese sentido, hay que decir que este Crude sunlight hace las cosas con indudable eficacia, con ritmo pausado pero nunca lento, e incluso, por qué no decirlo, con una sobria elegancia. Un elemento fundamental del género, la atmósfera, brilla aquí con luz propia -mejor sería decir con tonos adecuadamente sombríos-, generando un escenario que, aun en los espacios comunes del día a día, se muestra cargado de una tristeza casi mórbida, una desasosegante ausencia de refugio. A ello contribuyen los dramas personales del protagonista, que, aun manidos, dan a éste su paseo por el lado oscuro un carácter aún más desesperado, teñido de tonos existenciales. Este elemento, esta mezcla de elementos (terror + tristeza) es, curiosamente, la fórmula magistral del éxito de la franquicia Silent Hill, en la que uno nunca sabe si debe temer más a los monstruos de fuera que a los de dentro (los de dentro de la mente de sus personajes, aparentemente normales)... Quizá no sea tan casual que encontrara este libro, al fin y al cabo.

El resto es una sucesión de escenas bien equilibradas entre lo sobrenatural y lo costumbrista, donde sobresalen un par de imágenes bastante cinematográficas (y adecuadamente espantosas), junto con la inevitable (si bien en este caso aligerada) investigación en torno a los orígenes históricos del mal que parece atraer a las sombras a este puñado de seres desarraigados, confusos, tan fáciles de tentar por una no-existencia que promete suavizar y finalmente oscurecer sus miserias... Todo ello envuelto en el frío invierno de una ciudad mediana, provinciana a ojos de un neoyorquino, que ofrece poco refugio a los muy palpables terrores, los de la muerte y los de la vida, que acechan desde los desconocidos subterráneos plagados de presencias que se niegan a desvanecerse, hasta la ciudad dejada atrás donde una mujer rota espera que un hombre tome una decisión, y que esa decisión no los separe definitivamente...

Vida y muerte, en suma, la una no menos temible que la otra. Un buen esfuerzo, el de este Phil Tucker al que, tras la lectura de este libro, cuesta colgarle la etiqueta de amateur. Quién sabe, quizá no tarde mucho en mojarle la oreja, desde las letras de oro de sus propios libros editados por fin en papel, a tanto pope sagrado del género...

jueves, 19 de julio de 2012

Curso de Librería (Fernando San Basilio)

A veces, una novela deliberadamente pequeña puede darnos una satisfacción insospechada. No crecer más allá de los límites que alegre, desacomplejadamente asume, sino regocijarnos en su pequeño, pulcro y bien construido universo. Así sucede con este Curso de Librería, del joven Fernando San Basilio, novela tan inefablemente simpática como irresistiblemente amarga. Una tragicomedia de bordes acolchados, escrita -y leída- con ligereza, que, sin elevarse nunca de su propuesta inicial, despierta en el lector una sonrisa que se mantiene con solvencia hasta la última página.

El argumento es simple, casi minimalista, y se circunscribe a un tiempo (los meses escasos que dura un curso de formación ocupacional de la Comunidad de Madrid), un escenario (la vulgar academia donde se imparte y las calles adyacentes del tan conocido, tan literario centro de la capital) y unos personajes (el disparatado grupo de desempleados de variado pelaje y condición que, no teniendo nada mejor que hacer, integran un alumnado perezoso, incomprensiblemente renuente a formarse en una profesión tan prometedora y llena de prestigio social como la de librero). Y he aquí el absurdo irresistible, esencial que lo envuelve todo: nos encontramos ante un curso de formación ocupacional que trata de formar a sus alumnos en algo que, por un lado, no es una profesión sino un oficio, que por tanto no se puede enseñar (no al menos de manera reglada), y, además, y sobre todo, no da absolutamente (absolutamente) ningún acceso al mundo laboral. Justo como cierta carrera universitaria de la que no quiero acordarme...

Sin embargo, los muy diversos módulos y micromódulos, visitas guiadas y demás lecciones, teóricas o prácticas, que a duras penas consiguen maquillar el vacío esencial de la materia en cuestión, serán impartidas con ampulosidad y grandilocuencia, las más altisonantes promesas por parte del parco profesorado- dos personas no menos desubicadas, no menos losers, no menos entrañables que los parados casi vocacionales a los que tratan de enseñar- que pastorean, por decir algo, este grupo inverosímil, sin mayor característica en común que la de coincidir en ese minúsculo, insignificante punto del espacio, el tiempo y la condición laboral. Como cualquier grupo humano, por otra parte, que haya sido reunido por los débiles hilos del azar.

Ese carácter azaroso, unido a una creciente sensación de absurdo, conforman la textura fundamental que envuelve estas páginas. Cualquier lector (cualquiera, al menos, que no haya abandonado los estudios demasiado pronto) reconocerá perfectamente esa sensación, que le traerá a la memoria tardes interminables dormitando en un aula, arrullado por el mar de fondo de las palabras de este o aquel docente, despertando de vez en cuando sólo para preguntarse, inevitablemente, qué c*****s está haciendo allí, qué sentido tiene aprender tal o cual conjunto de memeces, qué sentido tiene, al cabo, la vida entera...

Quizá esté exagerando (sólo quizá), pero lo que quiero poner de manifiesto es lo bien que refleja este libro ese halo de absurdo que nos acompaña y se nos pega a la piel y es parte fundamental de nuestra existencia durante la época de formación (de formación reglada, quiero decir, porque la otra dura toda la vida). Ese simulacro de aprendizaje, esa farsa consentida a la que alegremente se entregan estos parados no demasiado convencidos, en el fondo, de querer dejar de serlo. Otro elemento inmejorablemente reflejado es precisamente el casting de personas tan distintas, que abarcan todo el amplio espectro del desempleo, y que sólo un aula de formación ocupacional podría reunir -brevemente- bajo un mismo techo. Esa leve hilazón se deja sentir en las muy laxas relaciones que se establecen entre ellos durante esos pocos meses, que, al acabar, no dejan huella en casi ninguno de los protagonistas, si acaso un levísimo poso de melancolía con que el narrador -quizá el único actor realmente convencido de su papel en ese teatro de las apariencias- cierra las últimas páginas.

El resto es nada, menudencias, hechos cotidianos, vida apenas. Nada importante sucede en esos meses, ni grandes aventuras, ni tristezas inenarrables, ni amores más grandes que la vida... Ni siquiera la muerte, cuando hace su aparición, consigue desprenderse de ese aire de levedad, casi de chiste. Todo se cuenta, en resumen, tal cual es, sin maquillajes ni afeites. Es esa honradez esencial, unida a la irresistible, subterránea comicidad de la narración (salpimentada por unas pocas gotas de ternura, ternura hacia ese grupo de desarrapados y parias varios) lo que hace de ésta, si no una lectura inolvidable, sí una experiencia más que satisfactoria. Prolongada, intuyo, en las dos obras siguientes de San Basilio, Mi gran novela sobre La Vaguada y El joven vendedor y el estilo de vida fluido, en las que un protagonista innominado (como el de Curso de Librería) prosigue su errático caminar por la vida como librero y eterno aspirante a escritor...

Algo que, menuda casualidad, también me suena.


El autor, tan ancho


jueves, 21 de junio de 2012

Bosque Mitago (Robert Holdstock)

Existe sin duda una categoría de historias más grandes que la vida, que permanecen fielmente ancladas en el recuerdo del lector pese al tiempo transcurrido desde la primera vez que incursionó en sus territorios. Son por lo general historias de aventuras, de viajes que devienen odiseas, de duros aprendizajes a base de sangre y lágrimas, de amores que sobreviven incluso a la muerte. Elementos universales, dotados de la fuerza del mito, que nos rescatan de la mediocridad del día a día para enlazarnos por unas felices horas con la capacidad connatural a la especie para alumbrar leyendas. Y, vaya, acabo de definir este Bosque Mitago, en cuyas verdes frondosidades ya me extravié hace más de veinte años, para volver a recorrerlas gozosamente ahora.

Bosque Mitago es la primera parte de una serie de novelas, escritas por el autor inglés Robert Holdstock, en las que los elementos del folklore británico toman vida insospechada en las profundidades de los bosques primigenios, apenas hollados por el ser humano. La idea subyacente a toda la saga es que existen lugares en los que la naturaleza, en contacto con la memoria ancestral hereditaria, puede dar nueva vida a personajes que la historia o la leyenda han tildado de héroes, y recrear espacios que han pasado a los cantares de gesta como mágicos o míticos. Esto da acceso, evidentemente, a un caudal de historias y personajes extensísimo, que Holdstock desgrana lentamente a lo largo de sus libros, centrándose en esta primera entrega en los mitos celtas de la antigua Bretaña, y mencionando apenas de pasada otras posibilidades como la figura siempre enigmática de Robin Hood, el rey Arturo o incluso el soldado desconocido que, en la Primera Guerra Mundial, guiaba a los soldados extraviados a la relativa seguridad de la trinchera. ¿Y cómo contar todo esto? En un acercamiento inteligente, casi inevitable, entrelazando tan rico contenido mítico a la simple historia de un hombre. O de dos, o de tres. Y, por supuesto, a la de una mujer.

Steven Huxley es un ex-combatiente de la Segunda Guerra Mundial que vuelve, tras el fin de la guerra y un periodo de convalecencia en Francia, a su lugar de nacimiento, Refugio del Roble, una casa en el lindero de un bosque donde no recuerda precisamente haber sido feliz. La razón es el temprano y progresivo distanciamiento de su padre, a medida que éste avanzaba en oscuras investigaciones que lo mantenían durante épocas cada vez más largas fuera de casa, perdido en el bosque. El tercer vértice de este triángulo desdichado es Christian, el hermano mayor, que, tras la muerte del padre, ha continuado tales investigaciones, encontrándolo Steven en un estado casi idéntico de obsesión enajenada.

Christian parte hacia el bosque, tras una breve reconciliación, y Steven, en sus días solitarios en Refugio del Roble, no tarda en notar extraños síntomas de actividad sobrenatural... A medida que el Bosque Ryhope empieza a interactuar con su memoria inconsciente, que conserva, por su mera procedencia británica -y ésta es la hipótesis discutible, casi racista, en la que se basa todo el entramado fantástico del libro- todos los elementos míticos del folklore británico: sedimento tras sedimento de personajes y leyendas, algunas incluso previas a la escritura, que han sobrevivido a la desaparición de los pueblos que las acuñaron convertidas en memoria racial.


En un nuevo giro inteligente, el autor centra todo en la aparición de una figura femenina, la princesa celta Guiwenneth del Bosque Verde (¿Guinevere... Ginebra?), mitago (mito-imago) ya originado previamente por las memorias de George y Christian Huxley, y que ahora Steven, hijo del primero y hermano del segundo, ve aparecer en el bosque, primero como una presencia furtiva, pronto familiar... para caer, como ya hicieron sus parientes, rendidamente enamorado de ella. Y, por supuesto, para perderla poco después, secuestrada por su hermano y llevada a las profundidades del bosque, que, en la segunda mitad de la novela, se revela como un reino inmenso, casi infinito, no sometido a las leyes del tiempo y el espacio (y, en ese sentido, mucho más grande por dentro que visto desde fuera), que Steven tendrá que recorrer en pos de su amada.

Como se puede ver, sobre el exuberante fondo fantástico, la novela plantea una historia elemental, un drama clásico de relaciones familiares problemáticas, agravadas por la presencia de un amor en disputa. Un drama shakesperiano, casi, que dota de carne y sangre a una historia que salva así el riesgo de caer en la mera exposición erudita de historias y leyendas, y que se revela como el elemento esencial, en el fondo, de la tremenda capacidad de enganche emocional de esta historia que, adelanto, no se puede concluir sin la vista emborronada por las lágrimas.

Entre los peros, un estilo descuidado, poco o nada literario, casi negligente, que recrea de manera a veces enojosa la oralidad -¡¡esos signos de admiración, por Dios!!... También, la parte en que Steven explora el reino es más tediosa de lo que cabría esperar, con una descripción a menudo meticulosa de cada mínimo cambio en el paisaje que acaba agotando la paciencia; un elemento común, en todo caso, a tantas grandes historias sobre viajes, que para ser realmente eficaces deben conseguir que el lector, en cierto modo, comparta el cansancio y el polvo del camino.

Por lo demás, Bosque Mitago es una lectura irresistible, originalísima, una respuesta audaz al agotamiento de tantos y tan manidos universos fantásticos de manual que acude, en cambio, a las fuentes más clásicas y tradicionales para crear un nuevo y personalísimo mundo. Como se suele decir (y como seguramente pensaron muchos escritores tras su publicación, en 1984), teníamos la respuesta delante de nuestras narices, y no supimos verla. Un World Fantasy Award premió en 1982 al relato a partir del cual Holdstock desarrolló la novela (que sin embargo, incomprensiblemente, quedó sin su propio premio). Posteriormente Holdstock amplió su universo en las novelas y colecciones de relatos Lavondyss, The Bone forest, The Hollowing, Merlin's Wood y Gate of Ivory, Gate of Horn. En 2009 publicó Avilion, primera secuela "real" de Bosque Mitago: una especie de reinicio de la saga... que quedó truncada con su muerte, pocos meses después.

Puede que las últimas páginas del libro se lean con dificultad, el lector anticipando la despedida y la pérdida de tan mágico mundo que ha habitado con placer y dolor, las últimas palabras borrosas por las lágrimas... Pero nos queda el consuelo de saber que, tras el muro de fuego levantado por aquellos que hablan con las llamas -y que un día, dice la leyenda, una muchacha atravesará para volver junto a su amado- espera el reino de Lavondyss, lleno de maravillas desconocidas, donde los hombres escapan a la dictadura del tiempo...

Búsquenme allí.



domingo, 17 de junio de 2012

Whisky & Nueva York (Julia Wertz)



Resulta curioso pensar (ah, no, que eso es en la otra ventanilla) que generaciones posteriores a la nuestra, que hasta hace poco sólo podíamos imaginar pimplando y moceándose -vaya dos palabros anticuados- en los parques, vayan encontrando su voz en los medios de comunicación (resulta curioso pensarlo cuando uno, ay, todavía se cree un jovenzuelo, aunque ya peine numerosas canas). Precisamente un medio óptimo para ese precoz acceso al discurso público es el cómic, cuya inmediatez y esencia pop (por mucho que hoy día haya suficientes obras maestras del género como para ser tomado en serio por los más sesudos críticos) lo convierten en el perfecto vehículo de expresión de esas voces que aún se están modulando, y que frecuentemente, en su ingenuidad o su pasión o su rabia, nos recuerdan tanto todo aquello que el tiempo nos ha arrebatado.

"Drinking at the movies" (título original de este libro) es una obra, perdonen por el tópico, absolutamente refrescante. Ése es su valor absoluto, uno nada desdeñable, aunque la autora apenas cuente veintitantos años y nos saque por tanto décadas (sigh) de ventaja en el empeño de mantenernos vivos. Es, también, una obra ganadora de un premio Eisner, por tanto de un cierto empaque. Pero es, sobre todo, una lectura divertidísima, carcajeante y vitalista, pese a su -ocasional- fondo amargo y el tono de autoconmiseración que Julia Wertz usa para narrarnos la vida de... sí, de Julia Wertz.

Julia & Julia
Y es que este libro, sucesión de historias breves -apenas una tosca evolución del clásico formato de la tira cómica- es algo así como el diario personal que Julia Wertz escribió en el periodo de un año y pico (entre principios de 2007 y finales de 2008) con motivo de su traslado desde su San Francisco natal a la Babilonia por excelencia: Nueva York. Todo un rito de madurez para todo joven norteamericano que quiera hacer algo con su vida, que, en manos de la señorita Wertz (no puedo evitar la tentación, tras compartir sus desventuras, de llamarla simplemente Julia) se aleja todo lo posible de los tópicos sobre el sueño americano para narrarnos una deliciosa, casi irresistible comedia de desastres cotidianos.

Cuántos no nos sentiremos identificados con esta secuencia...

Julia es torpe. Es despistada hasta el punto de dejarse olvidadas las llaves dentro de casa tres días de la misma semana. Es desaliñada, absolutamente refractaria a cualquier dictado de la moda, con una actitud grunge más propia de, ejem, generaciones anteriores. Es malhablada, perezosa, incordiante, con dos pies izquierdos y una proverbial tendencia a que la tostada se le caiga, siempre, por el lado de la mermelada. Cambia de trabajo y de apartamento con más facilidad que, ejem, de ropa interior. Y es, además... alcohólica (si bien hay que dejarlo muy claro: ÉSTE NO ES UN CÓMIC-PROGRE-TESTIMONIO SOBRE EL ALCOHOLISMO -menuda pereza sólo de pensarlo- sino un cómic de humor en el que su protagonista bebe "un poco más de lo conveniente", lo que le origina una serie de problemas que caen también bajo el tono general de comedia ligera que recubre gozosamente toda la obra).

Julia y sus trabajos. Y yo me quejo...
Y Julia, también, es encantadora. Supongo que es fácil crear un personaje tan humano cuando su creadora, en cierto modo, sólo tiene que mirarse al espejo (buscándose siempre, inefablemente, el perfil malo). Pero aún así es reseñable lo viva que está su pequeña copia, la vida que de hecho insufla ese feo monigote a estas páginas afortunadas. Uno acaba un poco enamorado de un personaje así, una mujer-desastre, tan poco icónica (o tan icónica, en cambio, de ciertos valores intemporales de cierta juventud en los que aún -¡aún!- resulta fácil reconocerse), frágil e irrompible a un tiempo, tendente a la autocompasión pero inasequible al desaliento, independiente y amiga-de-sus-amigos... pero, sobre todo, una mujer que sabe reírse (a veces implacable, casi cruelmente) de sí misma.

Y que nos invita a reirnos con ella a base de desvergüenza, desprejuicio y tantas cosas que empiezan por -des... Invitación que he aceptado gustosamente en esta primera obra "seria" de Julia Wertz que, espero, no tarde en tener continuidad con las andanzas de una Julia ya convertida en neoyorquina de pleno derecho, dibujante de cómics de éxito, abstemia a la fuerza y sobre todo, siempre, gozoso desastre con patas.

http://www.juliawertz.com/

jueves, 14 de junio de 2012

Con V de Vradbury


Llevo unos días postergando la obligación de escribir unas líneas al hilo de la muerte de Ray Bradbury, como han hecho ya mis más cercanos amigos y compañeros de generación literaria (signifique ello lo que signifique, y precisamente, si hay algo que nos une aun a estas alturas de nuestra particular diáspora como creadores, es acogernos bajo el paraguas tornasolado del gran poeta marciano). Bradbury significó muchísimo, todo, para nosotros. Me arrogaré el mérito de su descubrimiento (siempre hablando de nuestro pequeño, casi triste grupo de postulantes a escritores en aquellos ya remotos mediados de los 90), con la compra de un ejemplar de "Crónicas marcianas" en una de aquellas librerías especializadas en nuestros géneros (los géneros, cómo no, de la imaginación) que comenzábamos a frecuentar en aquellos, también, primeros periplos madrileños (en aquella época irrepetible en que de hecho, para nosotros, todo eran comienzos). Fue una compra impulsiva y desinformada, guiada no por un conocimiento del autor que en aquel entonces no ostentaba, sino en el aire misterioso y un tanto atemorizador de la excelente portada de la edición de Minotauro (ese paisaje familiar y extraño a un tiempo, una casa del medio oeste americano teñida de rojo marciano y atisbada desde el ojo de buey de un cohete), unida al vago recuerdo de algunas escenas de la versión televisiva que la BBC dedicó a este libro, una de las obras cumbre de la literatura del siglo XX. Esas escenas mal evocadas me comunicaban la misma sensación, de extrañamiento y temor contenido, que la portada antedicha y el primer vistazo apresurado a una prosa que pronto se me haría consustancial, epidérmica, vistiendo en adelante mis más tempranos intentos de esbozar algo digno sobre el papel en blanco.

El resto, como se suele decir, es historia. Bradbury supuso una explosión, quizá no la primera (años antes había sufrido enamoramientos similares con autores como Lovecraft o Machen), pero sí la que inauguró aquella época en la que al afán de emulación -de pertenecer a la rara y orgullosa casta de los escritores- se unía una naciente conciencia literaria, el precoz descubrimiento de unas armas de escritor que comenzaban a dar la talla para expresar, siquiera toscamente, el contenido de nuestras visiones. En otras palabras, Bradbury no fue el primer escritor al que quisimos imitar: fue el primer escritor que quisimos ser.

Bradbury, como he dicho, lo era todo. Sus ficciones poéticas, maravillosamente escritas, suponían una reivindicación apasionada, no contaminada por ningún ceño adulto, de tantas cosas que en aquel entonces nos ardían dentro: nuestro gusto marginal -y por tanto llevado a gala, con orgullo- por el tan maltratado género fantástico (que, con el descubrimiento de Bradbury, quedaba automáticamente dignificado, validado incluso desde el más exigente criterio literario), nuestra resistencia pertinaz a crecer, nuestra temprana sensación de pérdida, nuestras comunes infancias de niños solitarios acostumbrados a mirar cabizbajos al suelo o esperanzados a las estrellas, pero nunca, nunca, a la realidad de frente...
Ilustración para "Vendrán lluvias suaves", mi relato favorito de Brabdury
En Bradbury encontramos toda la maravilla y todo el espanto, todo el horror y toda la esperanza, toda la melancolía y la nostalgia y la pérdida que éramos capaces de albergar en nuestras existencias aún jóvenes, neófitas en las artes de la tristeza. Junto a Bradbury militamos en el rechazo vehemente a la vulgaridad y la falta de imaginación, la severidad estéril y la conducta funcionarial que tantas veces caracterizan la edad adulta, pero que el propio Bradbury nos enseñó, con su perenne ejemplo, no es en absoluto condición necesaria para aquellos que cumplen (cumplimos) ya demasiados años. Nunca antes habíamos sentido tal identificación con un autor, y así, Bradbury se convirtió en nuestro santo y seña, hasta el punto de nombrar con su nombre (modificando la primera letra según la inicial del café de barrio en el que nos reuníamos) imaginarios clubes de escritores a los que entonces nos enorgullecíamos de pertenecer.

Bradbury nos concedió, también, nuestro primer aura de respetabilidad extramuros, permitiéndonos la entrada a las tertulias literarias de mayores, donde lo esgrimíamos a modo de autor-tótem frente a los Grandes-y-Recurrentes-Nombres-Escritos-con-Letras-de-Oro-en-la-Historia-de-la Literatura (esto debe de tener alguna sigla) con los que, desde sus -imaginarios- atrios, nos bombardeaban nuestros serios y barbados interlocutores (si bien siempre hubo quien miraba con condescendencia nuestros gustos, considerándolos, como mucho, pecadillos de juventud). Y es cierto, en ese sentido, que, como sucedió con Julio Cortázar (otro autor muy distinto pero a cuyo entusiasmo vital y sentido de la maravilla es fácil asimilarlo) Bradbury cayó rápidamente, aun por nuestra parte, bajo la sospecha de lo facilón, de ser apenas una primera etapa en nuestro descubrimiento de Lo Literario, a medida que nuestras afinidades lectoras se iban haciendo más sofisticadas y, casi siempre, decadentes (a medida que nos crecían las barbas, igualmente imaginarias, que nos fueron convirtiendo en lectores solemnes y pretenciosos, adultos).

Así, yo, por ejemplo, no tardé en abandonar los escenarios de Bradbury, llenos de maravilla y encanto elemental, por los apocalípticos paisajes mentales de un mucho más oscuro -y sofisticado- Ballard... Y algo similar les sucedió a los demás, supongo (si bien hoy día algunos recuperamos con desvergüenza y orgullo friki -tras dejar atrás tantas inseguridades de nuestra adolescencia literaria- algunos de nuestros más queridos iconos de juventud, ya sean las batallitas espaciales con profusión de láseres o los superhéroes pijameros en su vertiente sombría). Pese a ello (o quizá por ello) Bradbury pervive en nosotros como un mito común, un recuerdo con aires de infancia, un primer amor afortunado-y-perdido que nunca se olvidará. Vayan estas modestas líneas como un tributo personal a quien significó tanto para nosotros. Ese autor extraordinario, esa persona extraordinaria que nos hizo (querer) ser un poquito mejores.






domingo, 13 de mayo de 2012

Los arácnidos (Félix J.Palma)

Félix J.Palma es un abusón. El jovenzuelo insolente y talentoso al que pronto el estrecho mundillo de la ci-fi española se le quedó corto, y que luego, siguiendo los pasos de su admirado Cortázar, se convirtió en primera figura del cuento en español llevándose de calle todos los premios habidos y por haber, es hoy además un novelista de éxito popular que ha hecho realidad el sueño de tantos: escribir lo que le viene en gana (a día de hoy, inverosímiles novelones de taitantas páginas como "El mapa del tiempo" y "El mapa del cielo") y vender de ello una considerable cantidad de ejemplares, que le grangean contratos con editoriales grandes y lo arriman peligrosamente a esa escurridiza etiqueta del best-seller. Para ello, Palma se apoya en sus condiciones de siempre, ya puestas de manifiesto en sus antiguos relatos de "El vigilante de la salamandra" o en la primeriza pero excepcional novela "El amante de vidrio": una insultante facilidad para la prosa gustosa, juguetona y rica en hallazgos expresivos; una auténtica pirotecnia verbal que se despliega ante los ojos del lector para deslumbrarle con la narración de lo que, frecuentemente, son auténticas naderías, bagatelas sin mayor recorrido.

Palma, en sus años mozos
Hubo un tiempo en que quise escribir como Palma. Es más, Palma (junto con Juan Bonilla, otro gaditano de la misma quinta y similares armas literarias) era mi modelo de escritor, cuando uno empezaba a darle a esto de la palabra con ingenuidad y escaso pudor. Contribuía a ello, seguramente, una cuestión generacional: en aquel entonces Palma y Bonilla eran escritores de treinta y pocos años- por tanto muy cercanos a la edad y experiencias de uno mismo- que sembraban sus historias, siempre exquisitamente redactadas (y el afán formalista es una tentación ineludible para todo escritor en sus comienzos) de jovenzuelos atolondrados, dotados de un sentimentalismo agridulce (más agrio en Bonilla, más dulzón en Palma), una propensión precoz a coleccionar derrotas de juguete, y una tendencia fatal a confundir literatura y
Bonilla, ídem de ídem
realidad de la que hacen gala y con la que tratan de abrirse paso en un mundo frecuentemente incomprensible (al que Palma añade, a menudo, elementos fantásticos que complican aún más la mezcla, pero que a veces se erigen en inesperadas y bienvenidas soluciones al eterno problema de estos outsiders de papel: la inadaptación). Imposible no identificarse con ellos, ni adorar y tratar de emular a sus autores, que uno tenía encumbrados en un panteón algo pop (pero no mucho, no se trata de Ray Loriga y Benjamín Prado -o Kiko Amat y Javier Calvo, si hablamos de tiempos más recientes-, sino de dos buenos chicos de provincias con ganas de decirnos con sus cuentos que la realidad puede ser algo más si la mirada que la sostiene está enferma de literatura).

Desde entonces, uno ha aprendido mucho como lector (y algo como escritor), y ahora es inevitable relativizar esa adoración casi adolescente, casi de carpeta forrada con fotos de ídolos musicales que pocos años después nos avergonzaría reconocer. Pero aún hoy me resulta fácil asomarme a los libros de estos autores con una voluntad de disfrute (si bien de Bonilla sigo esperando algo más, ese libro que quizá algún día nos regale y dé cuenta al fin de tantas promesas entrevistas en sus imperfectos, fallidos libros anteriores). Es decir: abrí estos arácnidos con el único objetivo de pasarlo bien y quizá, con ello, rejuvenecer un poco como lector. ¿Lo he conseguido?

Pues sí y no. Es indudable que ciertas deficiencias endémicas en Palma son más visibles ahora, con muchas más lecturas de todo tipo y pelaje a mis espaldas. Por ejemplo: la absoluta falta de evolución y riesgo. Todos los relatos de este libro responden al 100% al esquema narrativo que expuse más arriba, que es exactamente el mismo que caracteriza a todas las colecciones de relatos anteriores en el tiempo: El vigilante de la salamandra (1998), Métodos de supervivencia (1999) y Las interioridades (2002). Palma tiene una fórmula, que aplica implacablemente cuento tras cuento, sin permitirse el más leve atisbo de experimentación, la alegría de ensayar algún otro registro. Esto da a sus historias una marca propia y las hace altamente reconocibles, pero a la vez nos habla de un autor escasamente ambicioso y, quizá, algo oportunista, pues es dicha fórmula la que le ha dado innumerables premios (tanto a cuentos concretos como a prácticamente todas sus antologías) y con ello, cómo no, la oportunidad de vivir del cuento. Quién le culparía...

Como consecuencia, se aprecia un cierto desgaste en las historias contenidas en este libro, una falta de frescura y empuje o ganas de escibir el cuento perfecto que sí tenían sus relatos más antiguos (inevitable recordar aquel maravilloso "María Calaveras", o el vergonzantemente sentimental -pero que uno aún suscribiría palabra por palabra- "Trozos de vida al viento"). Palma industrializa su estilo para manufacturar cuento tras cuento en su cadena de montaje, y, aun en aquel ya lejano 2003, da claras muestras de agotamiento (desconozco cómo le ha ido en su más reciente libro de relatos, "El menor espectáculo del mundo", que aún no he leido). Así, esta entrega recoge historias menos inspiradas de lo habitual, en las que, quizá significativamente, el elemento fantástico (en esa escuela de fantástico cotidiano del que fue maestro Cortázar) empieza a escasear, a hacerse menos frecuente, sustituido en ocasiones por un surrealismo y un humor del absurdo que no siempre funcionan bien (eso sí, la mera comicidad de la prosa de Palma, cuando la invoca, es casi siempre exquisita).

Otro pero, al menos a estas alturas de la película, es la absoluta refracción de estas historias a la realidad. Y no estoy hablando de los elementos fantásticos, que de hecho, como dije, escasean, ni del tono levemente surrealista, sino de algo más sutil. Dicho en plata, en los libros de Palma no hay peligro de encontrarse con la verdad. Sus dramas son impostados, sus derrotas de juguete, sus victorias aún más falsas, apenas fantasías onanistas que tienen más que ver con la literatura que con la vida. Esto, que en su día me pareció un atractivo (cuando lo que buscaba al asomarme a un libro era ingresar a un mundo ampliado en sus posibilidades), ahora me resulta insatisfactorio. Alguna vez, en alguna frase de algún relato, Palma toca de refilón, en su exposición a granel de soledades, la esencia de alguna soledad real. Esto era más visible en sus relatos antiguos, como el mencionado "Trozos de vida al viento", llenos de un anhelo cuasi-adolescente, o en la frecuentemente vergonzante (e inefablemente divertida) novela "La hormiga que quiso ser astronauta", todo un canto al escritor que (perdonen la expresión) eyacula por la pluma. Aquí, en estos arácnidos, hay poco o nada de ello; apenas la fórmula de la coca-cola, impresa en cada relato, cada vez menos chispeante.

Pero, a pesar de todo... qué quieren que les diga. Sí, he disfrutado este libro, con todos los peros mencionados (y alguno más que me dejo en el tintero). Por momentos la muy visible arquitectura de estos relatos (tras tantos años leyéndolos son para mí casi transparentes) me ha recordado aquellos maravillosos tiempos de talleres literarios y dura pugna por poner en palabras cualquier nadería que se me ocurriera, cuando aún había tiempo para escribir todos los libros, y el afán de emulación me llevaba a leer fervorosamente a los autores con los que más me identificaba... Además, en sus momentos más afortunados, Palma sigue siendo irresistible, por muy poca ingenuidad lectora que le reste a uno a día de hoy. Y, qué carajo, le tengo cariño al personaje, para qué negarlo. Aunque mis miras vayan hoy por otros derroteros (por otras derrotas más australes, contadas con dulce acento rioplatense), sigue siendo uno de los autores a cuyos pechos, con perdón, quise aprender el oficio.

En fin, las historias de Palma seguirán acompañándome, suavizándome las arrugas del alma, inyectándome el bótox de la ingenuidad (lectora); hablándome de la generosidad de su autor al crear y brindarnos un mundo más ancho de miras, prestigiado por la palabra y sus fuegos pirotécnicos, donde hasta el más avezado solitario puede hallar, a la vuelta de cualquier esquina, un destino de cuento. No es poca cosa.

lunes, 30 de abril de 2012

El libro de arena (Jorge Luis Borges)


No hablaré de decepción, pero quizá sólo por el natural respeto a las vacas sagradas de esto a lo que, en el fondo, uno se quiere dedicar. Después de un primer relato magistral ("El otro"), el resto de este libro de arena me ha sabido a poco, es más, me ha sabido algo insípido. Entre ideas no particularmente sugerentes, o exploradas sin la necesaria audacia ("El Congreso", "El libro de arena"), mi lectura ha discurrido por un caudal demasiado tranquilo, demasiado parecido a la indiferencia. A ello contribuye la por lo demás irreprochable prosa de Borges, todo un ejemplo de pulcritud, serenidad y precisión, pero, para mi gusto, algo carente de sobresaltos, de nervio narrativo. El pastiche lovecraftiano ("There are more things") me ha arrancado una sonrisa, pero una vez más me hubiera gustado un mayor desarrollo. Los cuentos de sabor mítico, al estilo de las leyendas nórdicas, me parecen resultones, pero poco más. Sólo un relato, además de "El otro", me ha maravillado: "Utopía de un hombre que está cansado", toda una joyita de ciencia-ficción poética e intimista, con unos presupuestos filosóficos a los que además soy muy afín. En resumen, Borges me ha parecido, en este primer -y tardío- acercamiento, un escritor "para bibliotecarios" (obsérvese la ironía); sus cuentos son perfectos para mentes serenas, analíticas y digresivas, que gustan de hacer metafísica cómodamente acolchadas en un sofá. En la eterna dicotomía Borges-Cortázar, me sigo quedando con el de Bruselas; quizá es que para mí la literatura ha de llevarme en volandas como una montaña rusa, no como un tranquilo tren de provincias. Con todos los respetos.

Cadáver exquisito (Pénélope Bagieu)


¿Un ejemplo de chick lit ("un género de la novela romántica escrito y dirigido para mujeres jóvenes, especialmente solteras, que trabajan y están entre los veinte y los treinta años" -de nuevo wikipedia dixit) en formato cómic? La portada y el dibujo en general, así como el protagonismo absoluto de personajes femeninos, así parece indicarlo. Este primer largo de la jovencísima autora francesa Pénélope Bagieu comienza mostrando interesantes cualidades: un indudable nervio narrativo, pleno de vitalismo nada ramplón, y unos personajes llenos de matices a los que el dibujo, sencillo pero muy expresivo, confiere vida y realidad. La protagonista es una joven de hoy día, más bien corta de miras, refractaria a todo lo que suene a cultura y confiada en abrirse paso a base de encantos femeninos; una auténtica antiheroína, como se ve, que
sin embargo se hace enternecedora a base de una cierta candidez esencial, que la lleva a enamorarse de un extraño escritor que vive recluido en su casa, combatiendo un bloqueo literario que llegará a su fin con la irrupción de esa muchacha malhablada y desbocadamente sexual en su vida. Hasta aquí podría parecer una plasmación de mis anhelos, una historia de bartlebies impenitentes y musas insospechadas, corramos un tupido velo. Lo malo (lo malo para mí, entiéndaseme bien) es que hay una intriga, totalmente innecesaria, que acaba malvendiendo el misterio de ese escritor huraño, narcisista y de ego quebradizo, que me era mucho más simpático (y, debo admitirlo, reconocible) cuando su encierro parecía un síntoma de misantropía o de miedo a la vida. Lo peor, que esa intriga acaba en un final demagógico y feminista, que desprecia las mejores posibilidades de esta historia hasta entonces tan humana y naturalista, sencilla y pegada a ras de vida. Pero a pesar de todo no deja de ser una lectura sumamente entretenida que se lee con una sonrisa en los labios, la simpatía de asistir a una pequeña comedia humana a la que no le faltan ambigüedades, alquimias y alguna que otra dosis de verdad. 


La Bagieu. Me estoy haciendo devoto de las autoras francesas...

 

Severina (Rodrigo Rey Rosa)

El arte de la novela corta es elusivo, difícil, muy similar al del relato. Se trata de podar casi todo salvo lo esencial, y aun esto contarlo de manera velada, como en sordina. Algo así sucede en esta novela, perfectamente inocua, que da para dos tardes de lectura vagamente entretenidas. La idea de partida -un librero que se enamora de una ladrona de libros- resulta simpática, como simpático es el tono y la ligereza con que se cuenta la mayor parte de la historia, que pretende caminar por los derroteros del delirio amoroso, pero que en mi opinión se queda apenas en enajenación transitoria. Algunas ideas levemente sugeridas -como la existencia de una peculiar cofradía de seres que viven únicamente "por y para los libros", o el iluso enamoramiento preñado de literatura al que, ay, somos tan proclives los letraheridos- despiertan un poco el interés, pero todo ello está apenas apuntado, como contado con pudor, siguiendo esa máxima literaria -con la que nunca estuve de acuerdo- del "menos es más". Quizá es que necesito algo más de carne en las historias que pasan delante de mis ojos, porque si no se me desvanecen entre los dedos. Aunque sé que en esto voy contracorriente. Así las cosas, no soy capaz de decidir si he leido un buen libro o no. Lo que sé es que lo olvidaré en cuanto lo guarde en mi estantería.

Las fuentes perdidas (José Antonio Cotrina)

Concluyo agotado y maltrecho, casi tanto como los protagonistas, esta odisea por el mundo oculto, 350 páginas que, como a veces sucede, han semejado ser muchas más, desplegándose a lo largo de meses de lectura inconstante, necesitada de frecuentes descansos. Así de tremebunda es la cosa. La novela de Cotrina es casi irreprochable, pero peca por exceso: todo es demasiado tremendo, los personajes son tironeados de una a otra aventura hasta llevarlos al límite de sus fuerzas... Es como, perdonen la comparación más que friky, un episodio de Los Caballeros del Zodiaco: después de cada combate, tras perder litros y litros de sangre, el personaje se pone en pie y corre hacia el siguiente enfrentamiento, aún más terrible. En fin, respirando hondo y recuperando el resuello, puedo hablar de las virtudes de esta novela, fundamentalmente la visión riquísima de un mundo oculto que, si bien hecho de múltiples influencias, consigue sonar realmente original. Me gusta particularmente el matiz tenebroso que le da Cotrina, poblándolo de entidades terroríficas, panteones oscuros, nigromantes que parecen supervillanos de cómic, magia de la sangre... Todo ello conforma un sentido de la maravilla de brillos más bien sombríos y filiación barkeriana (por Clive Barker), pero no menos deslumbrante. Junto a esto, cabe destacar el plantel de infortunados personajes a los que Cotrina maltrata con sadismo de autor omnipotente y más bien malaleche; entre ellos, el descubrimiento de ese Delano Gris que supera la inicial e inevitable comparación con John Constantine (¿un John Constantine a la vitoriana?) para acabar desarrollando una identidad propia y fascinante. En resumen, un viaje duro y desapacible por un mundo oscuro poco hospitalario, en el que sentirán el sabor del polvo del camino (y, a menudo, de la sangre en los labios) a cada kilómetro de horrores y maravillas sin fin.

sábado, 28 de abril de 2012

Shortcomings (Adrian Tomine)



De nuevo reseño un cómic, una novela gráfica del subgénero denominado "slice of life" (="realismo mundano que retrata experiencias de todos los días", wikipedia dixit), como aquel imborrable "Malas ventas" ("Box office poison", de Alex Robinson) que hace un par de años me abrió los ojos a toda una manera adulta de afrontar el arte del cómic. Esta historia de desencuentros sentimentales entre personajes que frisan la treintena (esa temblorosa frontera entre la inmortalidad de los veintitantos y el ávido coleccionismo de pérdidas que se iniciará en la década siguiente), surcada de tensiones raciales y sexuales, de malentendidos y autocompasiones que se disfrazan de ironía, está narrada en cambio en un tono ligero, casi humorístico, que sólo decae en el muy áspero último capítulo, cuando los personajes deben afrontar las consecuencias de las decisiones (no) tomadas. El mayor mérito estriba en la absoluta naturalidad con que se reflejan tantos matices de experiencia, tanto a través del texto como del estupendo dibujo (ambos obra de Tomine). Es realmente un fragmento de vida recortada y puesta en imágenes claras y palabras precisas, donde cualquier lector se puede reconocer sin mayor dificultad en alguno de los "defectos" o "carencias" a los que alude el título. En la línea de la tradición norteamericana de historias sobre relaciones de pareja, este Shortcomings es una interesante aportación, más agria y existencialista de lo que hacen presagiar sus festivas primeras páginas, con un final irresistiblemente triste que se proyecta más allá del papel y la tinta hacia la vida de sus lectores... 

The city and the city (China Mieville)

Que el autor de Perdido street station es uno de los grandes renovadores del género fantástico es algo que ya no se le escapa a casi nadie. The city and the city es una novela negra (con todo el sabor del noir clásico, arrancando con el descubrimiento de un cadáver) ambientada en ciudades oscuras: dos imaginarias ciudades-estado de la Europa oriental que comparten el mismo espacio físico, estando infinita y laberínticamente entrelazadas, interrumpiéndose la una a la otra en cada calle o plaza... Y, por una suerte de ley no escrita o tabú social -impulsado por oscuros poderes en la sombra-, obligando a los ciudadanos de ambas a ignorarse mutuamente, a no verse unos a otros. En un autor tan de izquierdas como Miéville esto puede tener muchas lecturas políticas, incluso referirse metafóricamente a situaciones reales históricamente (se ha sugerido el Berlín reunificado, pero yo pienso más en el avispero de los Balcanes). Da igual: el resultado es delicioso, teñido de una atmósfera que bebe tanto de Kafka como de Dark City, con unos Ocultos adecuadamente estremecedores. Al final, la investigación del asesinato es lo de menos; la ciudad (las ciudades) cobran todo el protagonismo de esta sugerente y original novela, que espero tenga continuación (de momento, lo que sí tendrá será traducción al español, en 2012).

El horizonte (Patrick Modiano)

Los libros de Patrick Modiano (quizá sería mejor decir el libro único que Modiano va tejiendo, novela a novela) se parecen mucho a la felicidad. Como ésta, están compuestos de intuiciones vagas, sutiles, inasibles; transcurren en un limbo nebuloso, un poco en precario, en el que, parece, todo podría echarse a volar al menor descuido. La sensación de pérdida anticipada, de paraíso a punto de extinguirse -y, sin embargo, recuperable en el espacio estricto de la lectura, que es, para Modiano, el espacio de la memoria- impregna estas páginas de manera rotunda, y a la vez tan etérea, tan difícil de definir. Modiano es un mago de lo invisible, lo implícito, lo no dicho porque no hace falta usar palabras cuando se cuenta una historia de amor irrepetible, es decir, como todas (léase esta frase cambiando de orden los adjetivos, se verá que no cambia el sentido). Así, evita los lugares comunes, que deja a la inteligencia del lector, y se centra en su obsesiva -y a la vez laxa, casi indolente- recreación de los vericuetos de la memoria, la imposible -y sin embargo irrenunciable- recuperación de lo vivido, el convencimiento de que nunca llegamos a entender nada ni a conocer a nadie, felizmente encarnado en esas mujeres enigmáticas que un día lejano uno conoció (o creyó conocer), amó y perdió enseguida, y que pueblan y encantan los libros del autor francés. Al final, queda la sensación de fragilidad, la imposibilidad de encontrar asideros firmes en la vida, sensación -una vez más- inmejorablemente encarnada en los continuos vagabundeos por el infinito dédalo de calles de ese París inagotable e incognoscible que es, en los libros de Modiano, un personaje más. Pues, como esa ciudad infinita, vieja y a la vez nueva, la vida no es sino añadir calles a un esquema antiguo y ya olvidado, buscando un orden imposible al que, cómo no, no podemos sino aspirar. Lean a Modiano, y me entenderán. Pero cuidado: es un autor adictivo.

viernes, 27 de abril de 2012

Pórtico (Frederik Pohl)

Una excelente novela de género y una mediocre novela en general. Hace unos años un amigo muy cercano (que probablemente esté leyendo esto ahora) utilizaba esta definición -bastante antipática por cierto- para describir su lectura de un gran clásico de la ciencia-ficción: Solaris, de Stanislav Lem. En aquel momento (y durante los años siguientes) discrepé mucho con mi amigo al respecto, tachando su opinión de snob y acomplejada. Una novela de ciencia-ficción podía ser una gran novela de Literatura, con "l" mayúscula, y Solaris (más o menos) lo era; pensar cualquier otra cosa era asumir implícitamente el axioma contrario, lo que revelaba, como digo, un complejo de inferioridad de aficionado a un género menor, frecuentemente maltratado por la crítica. Así, mi amigo (contra quien no querría ahora, pese a lo que parezca, cargar las tintas) sólo estaba desmarcándose de su propia condición de aficionado al género admitiendo, casi concediendo, que si bien Solaris cumplía sobradamente los denominados "valores del género" (sentido de la maravilla y el misterio, ideas científicas estimulantes, especulación inteligente, etc), apenas raspaba el aprobado en los valores "universales" de la literatura general (que resumiremos en calidad literaria, mayormente, signifique ello lo que signifique).

Aunque mi opinión sobre Solaris no ha cambiado demasiado a lo largo de los años (sigo considerándola una muy estimable novela, sin adjetivos de género), el correr del tiempo y las lecturas me ha llevado a valorar de otra manera la opinión de mi amigo y a concederle -si bien no en el caso de Solaris- parte de razón (nobleza obliga a admitirlo, aunque sea de manera tan tardía). Lejanos quedan los tiempos en que uno mismo, junto a sus camaradas de conciliábulo, leía libros de ciencia-ficción (y de fantasía, y de terror) de manera militante, con la intención de acumular argumentos (¿armas?) con las que luego, en tertulias de café compartidas (¿combatidas?) con todo tipo de lectores, luchar la sagrada causa marxista (sagrada y marxista a un tiempo, bendita juventud) de la Necesaria Dignificación de la Literatura de Género... Una lucha que nos llevó seguramente a todo tipo de excesos (estrictamente verbales, cómo no), que ahora recordamos con cariño de veteranos. Como se suele decir, quien no sea comunista a los 20 años es un desalmado, pero quien lo siga siendo a los 40 es un tolai.

El caso es que sí, el tiempo y las derrotas (también puede uno acumular derrotas como lector) me han llevado a admitir, mal que me pese, que las palabras de mi amigo se pueden aplicar perfectamente a una buena parte (¿la mayor?) de los más venerados clásicos de mis muy queridos géneros de la imaginación... Incluyendo este "Pórtico" del que, como se suele decir, he venido a hablar (y llevo ya tres párrafos sin entrar en materia). Sinceramente, leer un libro a estas alturas únicamente por los "valores intrínsecos del género" me resulta complicado, ahora que la lectura no debe ser militante sino únicamente hedónica... Y coleccionar clásicos como quien se cuelga medallas (también hay una meritocracia lectora) tampoco es estímulo suficiente, dado que la ilusión de acumular un conocimiento enciclopédico (siquiera de un solo y joven género literario) se ha desvanecido con los años y la ilusión de inmortalidad. ¿Entonces?...

Pórtico no es un mal libro, ni muchísimo menos; no es despreciable desde el punto de vista literario, que de hecho cuida más que buena parte de los libros de su género. Simplemente es... sí, usaré la palabra maldita: mediocre. Para quien no conozca el argumento (pocos de mis lectores, supongo), narra las desventuras de Robinette Broadhead, un prospector, casta de aventureros de frontera en un futuro de escasez que arriesgan su vida en vuelos a lo desconocido, a lomos (es un decir) de naves espaciales pertenecientes a una civilización extraterrestre largo tiempo ausente de nuestro sistema solar... La Pórtico del título es un asteroide donde se conserva una base de dicha raza alienígena (los Heechees), en la que cientos de naves duermen un sueño de siglos esperando que un prospector (o un grupo de tres o cinco prospectores, pues ésta es la capacidad de las naves) se embarquen en un vuelo incierto a un lugar a priori desconocido del cosmos; pues las naves tienen piloto automático y no se puede modificar su rumbo, por lo que pueden llevarlo a uno a un descubrimiento que lo haga inmensamente rico o... a una muerte horrenda.

Robinette fue, vio y venció; pero no a un precio bajo... Desde el presente, y a través de sus sesiones de psicoterapia con su psiquiatra computerizado (una inteligencia artificial implacablemente sagaz, con la que mantiene una relación tan humana de amor-odio), Robinette evoca su tiempo en Pórtico, las diversas misiones en que se embarcó, el conflicto entre el miedo y la desesperada necesidad de crédito que le lleva, muy a su pesar, a arriesgarse en sucesivos vuelos a ciegas... Y también, y quizá sobre todo, la historia de amor con una compañera prospectora, historia condenada a un ¿final? impensablemente atroz.


La novela se centra en estos detalles, digámoslo groseramente, humanos, más que en el previsible elemento de exploración y atisbo maravillado de un cosmos misterioso y desconocido, que, en manos de un autor más convencional que Pohl, habría sido probablemente el único eje de interés de la narración. Pohl es un escritor más dotado y sutil que la media de sus correligionarios, y en consecuencia desvía de manera inteligente el foco de los elementos más convencionales de la historia para facilitarnos un enfoque esquinado, heterodoxo, más emparentado con la novela de culpabilidad semítica de un Philip Roth de los 70 que con las historias "de navecitas espaciales" de la más arquetípica ciencia-ficción. El caso es que algo así, en principio meritorio y acreedor de una especial atención por mi parte (siempre he preferido la ci-fi menos típica, incluso underground, a los modelos más sagrados del género), no termina de funcionar. O no termina de funcionarme.

Sinceramente (primera confesión vergonzante): esta vez hubiera preferido algo más sota-caballo-rey. Comencé la lectura de esta novela a la búsqueda de (perdonen por autocitarme) ese atisbo-maravillado-de-un-cosmos-misterioso-y-blablabla del que antes hablaba, ese valor intrínseco del género que un planteamiento como el de "Pórtico" indudablemente prometía. No es que no haya sentido de la maravilla en la narración de los (pocos) viajes en los que el bueno de Robinette acaba enrolándose, pero... de alguna manera, no es ese el interés primordial de Pohl, lo que se traduce en una desatención casi negligente a los aspectos técnicos del viaje, los descubrimientos, rutinarios o no, que hacen los prospectores... Todo ese elemento de, digamos, arqueología espacial (arqueología de lo maravilloso) que en manos de, por ejemplo, un Jack McDevitt, sería el eje fundamental de la historia.

El problema es que los elementos por los que Pohl sacrifica (al menos hasta cierto punto) el potencial obvio de su material narrativo no terminan de merecer tal sacrificio... Porque, como elementos más propios de la literatura general que de la de género (nuevamente, simplificando groseramente la cuestión) no pasan de mediocres. Pohl es incisivo hasta resultar hiriente, a veces es gozosamente humorístico, y dota a sus personajes de una amoralidad muy de agradecer en un género tan dado a los héroes de cartón-piedra... Pero todo esto no es suficiente para levantar un interés lector, el mío, que, sinceramente, no estaba en esta ocasión buscando personajes memorables (tampoco los ha encontrado), y que desde luego no se ha topado con una escritura virtuosa que reclame la atención por sí misma. Para entendernos, si la novela estuviera ambientada, por decir algo, en la conquista del Oeste (pero sin ser un western, claro está, porque entonces sería literatura de género), no pasaría de ser literariamente correcta. Es mordaz, ingeniosa y hasta perversa, cualidades todas ellas muy apreciables. Pero... no, no es una gran novela.

Sólo (rindiendo homenaje a mi amigo) un clásico de la ciencia-ficción... y una novela mediocre. Así que, en resumen, devuelvo el libro a la estantería, hago una muesca más, me cuelgo otra medalla, y me pregunto como tantas veces al culminar un libro por el sentido profundo de la lectura; qué buscamos -qué buscamos realmente- al embarcarnos en un libro tras otro, en una sucesión interminable y sin final posible -al menos sin otro final que la muerte- que tanto se asemeja a una carrera hacia ninguna parte... Y, sinceramente, cada vez me cuesta más encontrar la respuesta.

Hasta el próximo libro que me deslumbre y me encienda la mirada, que gustosamente compartiré con ustedes aquí...

La camarera (Markus Orths)

Inquietante nouvelle, llena de filos, trampas y espejos que devuelven una imagen distorsionada, pero en la que uno se reconoce muy a su pesar. Una historia de soledades terminales, narrada con gélida elegancia, en la que una mujer al borde del abismo (de un abismo muy parecido a la inexistencia) desarrolla, como peculiar método para sobrevivir, la estrategia de espiar a los demás en lo más íntimo, escondiéndose bajo las camas de las habitaciones de hotel que limpia durante el día. Lo que comienza casi como un juego, el intento de un alma de sentirse próxima a los demás (aunque sólo lo sea físicamente) cuando no conoce ya otro camino para ello, acaba siendo un retrato desolador de una existencia fracturada, irrecuperable, definitivamente alienada. Una novela triste y desasosegante, en resumen, que corta el aliento al hablar de abismos bien cercanos, vidas brumosas al borde del desvanecimiento con las que, ignoradamente, nos cruzamos todos los días.